En la biblioteca

    El relato que aparece a continuación es de las primeras historias que escribí cuando me apunté por primera vez a clases de escritura creativa. En ese lejano día de octubre, nuestra profesora nos propuso diferentes temas para que desarrolláramos un texto. El tema que elegí fueron los libros. De ahí surge esta pequeña narración.

Los libros lo envolvían todo, de principio a fin. Estanterías repletas de antiguos manuscritos, novelas de la más diversa índole, pergaminos de medicina o de esoterismo. En aquel lugar se acumulaba el saber de todas las épocas. Era un sitio mágico o al menos a ella se lo parecía. Se podría llevar horas y horas indagando entre los miles de legajos. A veces sólo iba allí para sentir el olor de las páginas entrando por sus fosas nasales. En otras ocasiones caminaba por los pasillos buscando un título o una portada que la atrapara. También acudía a la antigua biblioteca cuando necesitaba buscar algo en concreto, una recomendación que le hubieran hecho o algún título que ya amara y quisiera releer.

Ese día anhelaba encontrar alguna novedad que le hablara de fantasmas o de casas encantadas, alguna obra que lograra producirle escalofríos. Y es que la ambientación era perfecta para leer una de esas historias. Fuera llovía a cántaros y amenazaba con desencadenarse una larga tormenta. Por eso debía pertrecharse de buenas historias que le permitieran evadirse. Llevaba ya un rato dando vueltas, pero no había nada que le llamara la atención hasta que en una de las partes más inaccesibles del ala este encontró un libro negro con símbolos en color dorado. Nada hacía prever sobre qué podía tratar aquella reliquia. Aún así, lo cogió y se fue a una zona apartada para examinarlo con tranquilidad. Era un tomo bastante grande y al abrirlo desprendía olor a viejo. Dentro contenía lo que parecían antiguos rituales de magia negra, invocaciones a espíritus malignos, recetas para echar un mal de ojo e incluso ciertos procedimientos básicos para comenzar a practicar vudú. No pudo resistirse a la sensación de adrenalina y empezó a leer la parte en la que explicaba como comunicarse con los muertos. Leyó, paso a paso, los extraños caracteres escritos en alguna lengua muerta o tal vez inventada.

Cuando terminó de pronunciar las últimas palabras del conjuro sintió como se le erizaban los vellos de la nuca y una luz al fondo del pasillo parpadeó. Creyó que se trataba de un mal presagio. Sin embargo, no pasó nada destacable. Miró su reloj. Eran las diez de la noche. Se le había pasado el tiempo volando. Tenía que regresar a casa. No quería que le pillara la peor parte de la tormenta. Se levantó de forma apresurada, dejando el libro abierto y olvidado en la mesa donde había estado sentada. A la mañana siguiente lo encontraron rezumando una sustancia negruzca. Un olor a podredumbre se extendía por la estancia. Algo había escapado.





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