Verde y gris
Escribí este relato para el número 7 de La Cabina de Nemo. El texto es más abstracto de lo que viene siendo habitual en mis relatos, pero en este caso, quería contar una historia con un final abierto que pudiera ser interpretado de diversas maneras según el lector. La idea para crear la trama y el trasfondo se me ocurrió mientras jugaba a Assassin`s Creed Revelations, así que en cierto modo está inspirado en este universo.
Cada
noche sueño con el mismo paisaje. Un gran bosque verde con cielos despejados. Las
hojas se mecen lentamente con la brisa. Hay un lago de aguas cristalinas. En el
fondo se pueden ver las rocas, redondeadas y cubiertas de musgo. Los peces
plateados nadan, esquivando cada obstáculo. Todo es calma y tranquilidad hasta
que algo rompe el equilibrio.
El
paisaje pierde color y se desquebraja como si fuera un cuadro que se estrella
contra el suelo. Una sombra oscura se recorta en el fondo. No puedo ver de qué
se trata. Todo se hace añicos antes de que consiga vislumbrar algo. Entonces
despierto, comenzando a olvidar todo lo que soñé. La imagen ya no tiene tanta
fuerza. Y el miedo que sentía cuando la quietud se rompió tampoco parece ya tan
real. Nunca antes he estado en un lugar similar, pero, sin embargo, todo me
parece extrañamente familiar. La imagen vibra en mi mente una vez despierta. No
consigo recordar todo el conjunto, pero me queda la sensación de haber estado
allí antes.
Y
no me sucede solamente con este sueño. Ni siquiera me sucede únicamente cuando
estoy soñando. A veces estoy despierta. A veces simplemente estoy cruzando una
calle y estoy viendo cosas que no deberían de estar allí. Son calles que
conozco, por las que paso millones de veces al año y sé cuándo algo no anda
bien, cuando algo parece incluso salido de otra época.
Los
colores se difuminan y un castillo de grandes vidrieras de colores se
materializa donde debería de estar el supermercado al que acudo semanalmente
para reponer la despensa. Huele a quemado. A lo lejos hay un ejército asediando
una abadía. Noto tierra húmeda bajo mis pies. Creo que sostengo una espada en
mi mano derecha. Es bastante ligera. Y el claxon de un coche me saca de mi
ensoñación. Estoy en medio de la carretera, con los coches pasando por mi lado
a toda velocidad. ¿Cómo he llegado ahí? Hace un momento estaba… Hace un momento
no…Estaba perdiendo la cordura. No podía seguir así. Despertando en mitad de la
noche con sudores fríos, abstrayéndome de esa manera en cualquier parte.
La
realidad parecía escapárseme una y otra vez, aunque nunca he sido especialmente
fantasiosa. En el colegio me costaba atender a los cuentos de hadas. Los miles
de juguetes que había alrededor me parecían mucho más interesantes. Se podían
tocar y manipular. No podía hacer eso con una historia. Entonces, ¿de dónde
venían las imágenes, de dónde salían las sensaciones que me abordaban con cada
vez más frecuencia? Parecían tan reales que no podían ser inventadas por mi
mente, pero no cabía otra explicación posible. Por eso pensé que no me quedaba
otra opción. Debía acudir a un especialista cuanto antes. No podía seguir
amaneciendo en el parque más cercano sin recordar nada. Era noctámbula. Eso siempre lo
había sabido, pero nunca me había levantado con tanta asiduidad y nunca había
salido de mi casa. Y siempre recordaba vagamente, a la mañana siguiente, mis
idas y venidas paseando por mi apartamento entre el sueño y la vigilia. Sin embargo,
ahora era diferente. Recordaba el sueño, pero no recordaba levantarme y abandonar
la quietud del hogar. Mi noctambulismo se estaba haciendo más evidente y se
volvía más peligroso si cabe.
Frente
al teclado del ordenador las letras bailaban, una danza mortífera. Se contraían
y expandían. Del negro viraban al morado, al rojo, al amarillo, formando un
mosaico de contornos que se iban enfocando poco a poco. Las dianas frente a mi
pasaban a un ritmo vertiginoso. El galope de mi corcel era cada vez más
pronunciado. Tenía que disparar cada vez más rápido. Aun así, las flechas
seguían clavándose con relativa facilidad en el centro de las dianas. Estaba
acostumbrada a realizar ese entrenamiento prácticamente a diario. Habría podido
acertar con los ojos vendados. Cazar venados en movimiento era mil veces más
complicado. Tan complicado y familiar. Los dedos rozando la cuerda y tensándola
al máximo. El anular y el corazón un poco por debajo de la flecha. El índice
justo unos centímetros por encima de ella. La vibración que te recorre la
espalda al soltarla. Y saber segundos antes de mandarle la orden a tu mano, que
acertaste el blanco, que la presa caerá y esa noche habrá carne.
Pero
las letras vuelven a enfocarse sobre la pantalla. Nunca he tirado con arco.
Nunca en mi vida. Ni siquiera en las animaciones de los hoteles durante los
meses de verano. ¿Por qué entonces se forman esas imágenes en mi retina? ¿Por
qué se parece tanto a un recuerdo? Nunca lo he vivido, ni siquiera imaginado.
Las dianas, tal vez. No podía recordar cada uno de mis pensamientos. ¿Pero la
idea de cazar animales? Solo de pensarlo me daban arcadas.
La
realidad era tan engañosa que ya no comprendía sus límites. Me perdía en el
laberinto de posibilidades que asomaban a mis ojos. ¿Eso era Venecia? Si, era
el carnaval de Venecia, inconfundible en cualquier década. Los colores allí
siempre eran más brillantes. Las mascaras ocultaban la verdad. Esa noche podía
ser quién quisiera. Era un baile para engañar, para seducir, para embaucar. A
hombres y a mujeres por igual. Era una noche que invitaba a pecar. Los
voluminosos vestidos rasgaban el suelo, arrancando sinfonías los zapatos de
tacón. Era una noche sin fin, atrapada en el calidoscopio de pasos que
enhebraban los destinos de los presentes.
Un
segundo estaba allí y al siguiente ya no. Entre vuelta y vuelta las luces de
neón de la gran manzana aparecían ante mí, como un fantasma de un tiempo
futuro. La muchedumbre a mi alrededor bebía, bailaba y cantaba. En una
discoteca del siglo XXI o en una aldea pagana. Con rituales que invocaban a los
espíritus. Con una hoguera prendida y el viento rozando mi piel desnuda. La
luna llena de fondo. Amarilla y refulgente. Vivía atrapada entre dos
realidades. Mi presente, ese que aún podía identificar como la actualidad pero
que a veces me costaba encontrar. Tenía que concentrarme y cerrar los ojos para
ubicarme en el tiempo, para fijar mi cuerpo en el espacio. Y las visiones, esas
visiones de sitios en los que nunca había estado, de cosas que nunca había
hecho y de personas que nunca había conocido.
Como
los encapuchados de negro. Yo también llevaba los mismos ropajes. A través de
senderos oscuros atravesaban el bosque e iban de casa en casa buscando a los
muertos. La Santa Compaña, eso eran, eso decían que eran. Portadores de almas
rotas. Su campana rompía el silencio en las frías noches de invierno. Su
llegada era temida y esperada por igual. Las almas debían de hallar el descanso
eterno y de eso se encargaban. Pero esas cosas ya no sucedían. Eran sucesos
remotos, de un tiempo pasado, de un tiempo olvidado. Pero veía, podía verlo con
total claridad. ¿Nadie más se daba cuenta? Era tan evidente. Realidades que se
superponían. Colapsarían unas con otras. Aunque nadie parecía tener esos síntomas.
No era demasiado probable. Algo andaba mal en mí, algo que me hacía imaginar
vidas pasadas. O eso, al menos, me habían dicho.
Después
de eso las visiones se volvieron más extrañas. No lograba identificar
prácticamente nada. Dejé de contarlo y aprendí a convivir con ello. Tampoco es
que tuviera efectos negativos. Podía ver otros lugares sin la necesidad de
moverme. Debía de ser un don. Empecé a investigar por mi cuenta.
Desdoblamiento, viajes astrales, vidas pasadas. Daba igual lo que fuera. Era mágico
y maravilloso. El fuego etéreo que lo inundaba todo. La estela de luz que
dejaba a su paso, marcando el camino y forjando el destino. Posterior a esa
imagen, ninguna visión nueva. Volvían a empezar. Desde el lago, desde el sueño.
Como un cañón de diapositivas que al llegar a la última imagen prendiera para
renovar el carrete desde el comienzo.
Las vestimentas eran extrañas, los edificios
combados, flexibles y volátiles. Herramientas extrañas que no conocía. Todo era
metálico, gris y frío a mi alrededor. Ni un ápice de verde. Nada que ver con el
color, con la intensidad de la primera imagen. Un instante después, el mismo
fogonazo de siempre, que lo inundaba todo, dejándome ciega con su presencia y
terminando abruptamente la historia.
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