VadeReto: El peaje (Diciembre 2025)
En
la gran mansión suena la campana que avisa de la llegada de un nuevo huésped. El
anciano, pero todavía servicial mayordomo, acude a abrir la vetusta y pesada
puerta que da acceso al caserón. Al abrirla, se encuentra con un extraño
personaje. Un hombre, de mediana edad y rostro afilado, que parece venido de
otra época. En cualquier otro lugar, tal vez le hubieran prohibido el paso e,
incluso, lo hubieran echado de malas maneras. Allí, sin embargo, todos eran
bienvenidos. El mayordomo jamás se perdonaría dejar a alguien en la calle con
la noche tan fría que se presentaba. Piensa que podría morir congelado y, con
un gesto de la mano, lo invita a pasar.
—Buenas
noches, amable caballero —dice el recién llegado con un ligero castañear de
dientes—. Me he perdido y estoy helado de frío. ¿Podría cobijarme durante la
noche en vuestra amable y cálida residencia?
—¡Por
supuesto! —responde el anciano, mostrando un gesto de satisfacción—. Pasad y
consideraos, desde este mismo momento, nuestro huésped. Os están esperando en
el Salón.
—¿Cómo?
¿A mí?
—¡Efectivamente!
—afirma el mayordomo y, sin más preámbulos, lo acompaña hasta la inmensa sala.
Nada
más entrar, nota la calidez que emana de una enorme chimenea. Delante de ella
hay un grupo de personajes, sentados en el suelo, que lo saludan y le dan la
bienvenida. Unas extensas mesas muestran una gran variedad de viandas y
suculentos néctares, fríos y calientes.
—Como
puede usted ver —añade el mayordomo—, puede usted quitarse el frío, el hambre y
la sed. Si necesita algo más, solo tiene que pedirlo. Pero…
—¡Vaya!
Ya llegamos al pero de siempre… Seguro que tengo que pagar algo.
¿Verdad?
—¡Efectivamente!
—responde el anciano.
—¿Y
me va a salir muy caro? No llevo gran cosa en los bolsillos.
—Será
sencillo y barato. Acomódese junto a sus compañeros y cuéntenos un Cuento.
El
extraño se sienta en una butaca, junto al fuego. Extiende las palmas de las
manos hacia el calor, aunque ni siquiera eso ayuda a disipar el frío que se ha
instalado en sus huesos. Mira a su alrededor, contemplando el rostro de los
otros huéspedes. Se pregunta que los ha llevado a ellos hasta allí. Es un grupo
variopinto que no parece tener nada en común.
—No
soy muy bueno contando historias —empieza a decir— pero, ya que me ofrecen
cobijo, intentaré complaceros. Esta es una historia común. No tiene dioses ni
reyes. Tampoco grandes gestas. Aun así, cada vez que la recuerdo, mi alma
experimenta una tormenta de sensaciones y en mi interior algo se remueve—. Los
personajes sentados alrededor de la chimenea clavan sus ojos en él, atrapados
ya por la primera frase del cuento con el que pretende pagar su amabilidad.
Su
voz se vuelve melódica y, poco a poco, comienza a arrastrarlos hacia otro
mundo, hacia otro lugar. Era una tarde cualquiera, dice. Las hojas amarillas
se acumulaban en las aceras. Me sentía perdido, desesperado y lleno de rabia.
Él amor me había besado en los labios y, después, se había ido. Sin
explicaciones, sin un motivo que yo entendiera o comprendiera. Me dediqué a
vagar por las calles, sin un rumbo fijo, preguntándome que había hecho mal, en
qué había fallado. Por supuesto, no obtuve ninguna respuesta, así que seguí
lamentándome lo que restaba del día.
Volví
a casa bastante después del amanecer, justo después de intentar calmar mi pena
bajo litros y litros de alcohol. No sabía cómo podía escocerme tanto el
corazón. Y, me preguntaba, mientras me derrumbaba en la cama, qué sentido tenía
la vida. Esperaba verlo mucho más claro a la mañana siguiente. Un sueño
reparador lo cambiaría todo. Eso pensaba. Pero, aunque dormí profundamente, la
apatía no había desaparecido. Creía que se habría disipado, que me apetecería
hacer algo más que lamentarme. Sin embargo, cuando me levanté, seguía instalada
entre las grietas de mi corazón destrozado. El sueño no había reparado los
daños. Tampoco había evitado la terrible migraña que me sacudía la cabeza tras
la ingesta descontrolada de alcohol de la noche anterior.
La
cosa no fue a mejor con el paso del tiempo. Ella no volvió a llamar, ni a
mandar un simple mensaje. Por mucho que mirara el teléfono esperando que se
iluminara con su nombre, eso nunca sucedió. Su ausencia se hizo palpable en
cada rincón. En las flores marchitas del centro de mesa. En el cepillo
desparejado del cuarto de baño. O en el inexistente aroma de su perfume. Cada
nimio detalle me recordaba que se había ido, que se había acabado y que nunca
regresaría.
Cuando
salí a por el pan esa mañana, harto de añorar su presencia, ni siquiera vi el
coche al cruzar la acera. Iba abstraído en mis pensamientos, rememorando cada
detalle del tiempo que había pasado con ella. Su amor, que ironía, había por
matarme. El coche intentó frenar demasiado tarde. Ya no había margen de error.
Las ruedas derraparon sobre el asfalto mojado y el choque se escuchó en toda la
manzana. Mi cuerpo salió propulsado varios metros tras el impacto y en esos
últimos segundos, idiota de mí, seguí pensando en ella. Hasta ahora no me había
dado cuenta, pero tal vez por eso estoy aquí.
Cuando
despegan la vista del narrador, sienten paz. El frío que les atenazaba se ha
disipado, deshaciendo el abrazo con el que los envolvía y permitiéndoles
respirar. El mayordomo sonríe al fondo de la estancia. Tendrá que despedirse de
sus huéspedes una vez más. Ninguno suele quedarse mucho tiempo. Y es normal. La
mansión no es un alojamiento corriente. Sus pasillos están llenos de fantasmas.
Y no es una metáfora. Cada alma reunida en ese salón tiene sus deudas que pagar
y una buena historia siempre es el mejor comienzo para empezar.
Está amaneciendo y el salón comienza a quedarse desierto. El extraño es el primero en desvanecerse. Antes de irse, una vez terminada la historia, ha comprendido quién es y el motivo de su visita. Ya puede avanzar. Alza la mano a modo de despedida, agradeciéndole al anciano mayordomo la oportunidad de redimirse. El día vuelve a empezar y la campana suena de nuevo. El mayordomo se ajusta la pajarita y acude a abrir la puerta. Una señora, vestida de blanco, espera al otro lado. Él la invita a pasar y le ofrece sentarse al lado de la chimenea.


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